viernes, 13 de octubre de 2017

CARTA A MARCELO GÓNGORA, MI AMIGO


                                                              Aunque cubran tu cuerpo con el paño
                                                             del final de tu historia,
                                                             seguirás siempre vivo mientras alguien
                                                             te guarde en su memoria.

  Querido Marcelo:

Cada vez que en las noches solitarias paseo por esta ciudad nuestra, tan llena de misterio, y me adentro en sus calles donde el tiempo se detiene en la historia de todos los pretéritos dejándome una impronta de asombro en el alma, no puedo evitar recordarte, amigo mío. No puedo evitar mirar a través de los espejos invisibles del corazón para verte en todo tu esplendor, en tu elegancia de hombre bueno, sencillo y enigmático, bohemio y soñador, creativo y temeroso de las sombras que siembran miedos nacidos de una infancia difícil y espinosa, de hambre y desamparo, de muertes prematuras…, para verte, en definitiva, especial, único…, artista.

Y hablo contigo por entre las esquinas donde la tenue luz de los faroles deja una extraña luminosidad por las penumbras de los olvidos. Y me sonrío cuando te digo que fuiste un hombre en contradicción contigo mismo, buscador de tristes pasados para convertirlos en arte, hombre renacentista de nuestro permanente renacer de siglos, cantante de melodías inolvidables, actor sin edad que ponía en la palabra y en el gesto la maestría innata que sólo los elegidos tienen.

Me sonrío, Marcelo, y te digo que todavía no he comenzado el libro de tu biografía que siempre quise dedicarte después de tantas conversaciones en tu estudio, frente a San Isidoro, donde cada día, desde el pequeño balcón que daba al exterior, mirabas el busto de tu maestro Paco Palma para ver si seguía ahí, y limpiarlo si es que algún idiota lo había difamado con alguna pintada, o recogerlo, como quien recoge a un padre, con ternura suprema, si es que algún degenerado lo tiraba al suelo y manchaba su perfil de la tierra de un jardín tan pequeño como indigno para quien tanto hizo y tanto dio a Úbeda; tanto que hasta quiso morir y ser enterrado en ella para ser por siempre, como diría Francisco de Quevedo, polvo enamorado de su polvo. 

Y aunque me entristezco por no poder estrechar tu mano, porque lo impide la niebla de los enigmas que limitan las dos dimensiones de la existencia, me goza saber que sigues vivo todavía entre nosotros. Vivo en lo más hondo de tu Salomé, tu musa y modelo, tu compañera, tu confidente, tu campanilla de plata para alegrar los altibajos que te traían las horas cargadas de incomprensiones, tu seguidora y crítica, tu luna siempre llena, tu amor, tu gran amor. Vivo en tus hijos, herederos de tu sangre y tu talento, que no dejan de quererte, de arrepentirse de no haberte dedicado más tiempo, de no haberte regalado más conversaciones…, pero que no dejan, igual, de sentir que dentro de sus vivencias se agranda cada minuto que pasa tu figura, conscientes y seguros de que pensabas en ellos sin descanso, regalándoles abnegación, cariño y esperanza…, al tiempo que en tus entrañas se iba quedando el escozor que deja la garra de verlos hacerse grandes de manera tan rápida.

Pero también me río de muchas otras cosas. De tus genialidades a la hora de pintar algunos decorados para mis obras de teatro. De la sorpresa de que vinieras a mi casa una madrugada en la que sabías que no podía dormir porque, faltando pocos días para el estreno, tú no te sentías inspirado para hacerlos, poniéndote a pintar en la sede hasta el amanecer. De nuestros viajes. En especial de aquél en que, estando ya el autobús en marcha para ir a representar en Burgos, no apareciste, teniendo que ir a buscarte por todos sitios, hasta que te hallamos y aceptaste, por fin, viajar, pero en tu coche averiado, tan dañado que con el fin de llegar a nuestro destino teníamos que parar cada pocos kilómetros para echarle agua. De aquellos años en que íbamos con el grupo Sembradores de la Alegría a los asilos y residencias de ancianos, y lograbas con tus boleros reactivar las ganas de vivir de nuestros mayores. De las muchas vueltas que le dabas cuando te solicitaba una ilustración para la revista IBIUT, pese a la facilidad con que la hacías. De aquel primer cartel tan original para el “Retablo de la Pasión”. De cuando posaba para ti a modo de referencia a la hora de crear algunos de tus Cristos... ¡Qué momentos tan especiales! Todos llenos de añoranza, de calidez, de ascuas encendidas en la conciencia de una edad que comienza a sentir la tremenda delgadez de las hojas que van quedando en el almanaque que alguien nos regaló un día al nacer.

Y es que de tiempo; de ausencias y presencias; de melancolías; de llamas titilantes; de espectros venidos del ayer; de miradas lánguidas de personajes tan reales como simbólicos; de vides esperando que llegue la primavera; de olivos cenicientos; de uvas arrinconadas bajo las ventanas de azules imposibles; de membrillos perfumando de olores legendarios las vetustas estancias; de campesinos curtidos y quemados por el sol de los estíos y las heladas de los inviernos; de animales perdidos en su laberinto de dependencia; de luces color de hogar en las ventanas de las casas envejecidas; de niños inocentes descubriendo con serena fascinación un desnudo de mujer; de evocaciones brotadas del subconsciente marcado por una posguerra que venía herida por la sangre y los silencios obligados; de calles empedradas con sabor a humedad y a claroscuros; de fachadas soñolientas; de radios antiguas emitiendo canciones que hacían llorar porque hablaban de amores lejanos y suspiros de España; de desconchones en paredes que dejaban al descubierto huellas de vidas ya lejanas; de estampas y fotos sostenidas con cinta adhesiva; de objetos cotidianos con alas de grandeza; de imágenes religiosas que sobrecogen; de esculturas a las que sólo les falta hablar; de hiperrealismos mágicos…, de todo ello sabes tú, Marcelo Góngora, más que nadie. Como sabes de sentimientos arrancados que hacen llorar por la emoción, como sabes también de lo hermoso que es dejar para el recuerdo eterno las esencias de Úbeda, tu pueblo y el mío, que diría Miguel Hernández, tu pueblo del que no podías salir, del que no querías salir a costa de tener que pagar el alto precio de no ver tus cuadros en los mejores museos del mundo pese a ser tú uno de los mejores pintores de todos los tiempos.

Cada vez que me adentro en el universo de mi soledad buscada, vienes conmigo. Y son tantas las cosas de las que hablamos, tantas las reminiscencias que sacamos del arca de los días pasados, tantas las ilusiones en vuelo a hacerse todavía realidad, tantas las decepciones compartidas y tantos los mutismos cubriendo con su tela de araña color de indiferencia los limpios amaneceres de la independencia y la libertad…, que ahora sólo me queda decirte que me alegra sobremanera saber de esta exposición tuya in memoriam, de la publicación de esta obra escrita, de las facilidades ofrecidas por quienes nos dirigen, del respeto y la consideración que te siguen teniendo cuantos te conocieron, del extraordinario amor que los tuyos le han puesto para hacer que todo esto sea posible… Y, sobre todas las cosas, me alegra el seguir encontrándote vivo en nuestros monumentos, en nuestro espacio entre cerros, en nuestra Semana Santa…, así como en infinidad de hogares, de cuyas paredes cuelgan muchas de tus obras magistrales, trozos de tu vida, pedazos sentidos de tu alma…, de esa alma que ya anda en ese territorio donde la muerte, que tanto temías, ha sido vencida para ser tú, definitivamente, amigo Marcelo, parte de la asamblea de los grandes inmortales.

Te sigo echando de menos. Un fuerte abrazo.                                                                                                               

3 comentarios:

  1. Preciosa reflexión para nuestro común amigo Marcelo, un artista bohemio, al que el terror al viajar le privó de mas altos vuelos..., siempre será un grande entre sus amigos.
    Un abrazo amigo Ramón.

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