miércoles, 22 de febrero de 2017

CARNAVAL Y CRISTIANISMO

Estamos ya en carnaval. Y en todos los lugares del mundo se levantan carpas de fiesta, alegría, juerga, diversión… Sin embargo, ahí mismo, enfrente de todo esto, la iglesia, como en la sombra, en la penumbra de las velas, en la tristeza.

Y uno mira a ambos lados y encuentra entre las paredes de piedra con los ritos y las ceremonias, por regla general, a personas mayores, ya de vuelta de casi todo, a hombres y mujeres cansados, como apesadumbrados, aburridos, cual si miraran ya más hacia la otra orilla que hacia ésta. Por contrario, al otro lado, en las carpas, entre máscaras, risas, canciones, chistes, tragos de licor y bailes… se encuentran la mayoría de los jóvenes, alegres, dichosos, felices, llenos de vida…  Y entonces no tengo más remedio que preguntarme qué falla aquí. Cómo pueden arrastrar más las carpas que los templos. Como pueden mostrar más alegría los de la charlotada banal que los de la creencia trascendente… Cómo pueden aparentar ser más felices los que andan de tasca en tasca, de espectáculo en espectáculo, de broma en broma, seguidores de las carnestolendas, que los que andan centrados en la fe, seguidores de Jesús de Nazaret, de Dios, por quien, en connivencia con su muerte en la cruz, van a adentrarse en la cuaresma y de ahí al asombro jubiloso de la pascua de resurrección.

Tenía que ser al contrario. Tendrían los cristianos que ganar en alegría a los que no lo son, demostrando su gran dicha, su gran contento por ser hijos de Dios, por ser herederos de su gloria, por ser seguidores de alguien que es ejemplo de coherencia, de entrega, de paz, de amor, de vida. Los cristianos deberían mostrar a todas horas su gozo por haber nacido, sus ansias de vivir, su aprecio por la naturaleza, sus ganas de compartir, servir, ayudar…, su afán por cantar, danzar, reír, sentir… Los cristianos tendrían que seguir el ejemplo de su Maestro y no sólo subiéndose a la cruz, sino también gozando de lo hermoso de la vida. Jesús lo hizo. Él comió y bebió. Él disfrutó del convite y hasta convirtió el agua en vino para que la celebración siguiera. Él dejó en pleno banquete que le besaran los pies. Él mostró entusiasmo cuando lo aclamaban en su entrada en Jerusalén… Él dijo que los suyos son sal de la tierra y luz del mundo, y que la sal no podía volverse sosa ni la luz ocultarse bajo un celemín. Y es que Jesús fue un hombre alegre, bondadoso, cariñoso, humilde, sencillo, dado a todos… Por eso lo vemos con niños y ancianos, con ricos y pobres, con prostitutas y enfermos, con santos y endemoniados…

Algo falla entonces aquí, cuando vemos en estos días las calles llenas de jolgorio, de diversión, de fiesta… Y no todo, como piensan muchos, es desenfreno, lujuria, desorden, inmoralidad, pecado. Hay quienes se pasan, pero eso es siempre así y en todo, también alrededor de ciertas celebraciones religiosas, como procesiones, fiestas patronales, romerías… Algo falla aquí en cuanto se entiende que vivir en cristiano es vivir en la tristeza, el miedo, las ataduras, el todo es malo, el todo es pecado, el todo es condenación, el todo es muerte...

Tal vez algún día, volviendo a las raíces del evangelio, nos pongamos a imitar el ejemplo de los primeros cristianos, que brillaban por su coherencia, su amor entre ellos, su manera de compartir los bienes y la comida y, en ella, el pan y el vino…, y sobre todo, nos pongamos a imitar su alegría, su inmensa alegría que llevaba a la admiración y a decir a quienes los veían: “Mirad cómo se aman”, y que eran tanta y tan profunda que hasta no les importaba jugarse la vida, y si había que morir mártires, lo hacían cantando.  

Era una alegría, la de ellos, profunda, libre, valiente, que brotaba en el alma, sincera, limpia, desinteresada, sin falsedad, llena de esperanza…, más grande, sin duda, que la que pueden darnos todos los carnavales juntos… Una alegría que con el tiempo se fue perdiendo y apremia el volver a recuperarla, para que don carnaval no sea más que desconsuelo al lado del júbilo de doña cuaresma y el contento del resto del año.

martes, 7 de febrero de 2017

DESPIDIENDO A DOS SANTOS LORENTE, MI AMIGO SACERDOTE

La catedral de Jaén, repleta de fieles y de presbíteros, recibía el pasado lunes, 6 de febrero, de pie, el cuerpo ya sin vida de mi amigo, el sacerdote don Santos Lorente Casáñez. La misa de entierro la presidía el obispo don Amadeo Rodríguez Magro. Grandiosa ceremonia repleta de emociones y de sentimientos, de respeto profundo.

Y le dimos un hasta siempre al hombre de Dios, al niño que nació en La Iruela hace setenta y tres años, al joven que recibió el sacramente del orden sacerdotal en septiembre de 1970, para ser destinado como profesor en el seminario de Jaén, donde ese mismo mes y año llegué yo, recién terminados mis estudios de magisterio en SAFA, para tomar parte del equipo como formador seglar.

Y es a partir de ese momento cuando se forja nuestra amistad. Una amistad limpia, sentida, sin egoísmos. Luego, nos separamos teniendo encuentros muy esporádicos en el tiempo. Él anduvo como párroco por Cazorla, Villacarrillo, Torredelcampo… En Villacarrillo volvimos a coincidir varias veces, especialmente con motivo de las fiestas del Corpus. Pero nuestra relación volvió a fortalecerse al llegar la cofradía de la Santa Cena de Jaén, a la que yo pertenecía, a la iglesia de San Félix de Valois, de la que él era párroco.

En ella sentí siempre su apoyo, su confianza, sus ánimos, su comprensión, su cariño… Compartimos actos, teatros, reuniones, presentaciones… Y hasta nos dejó sus salones parroquiales para ensayar Resurrexit y Maranatha. Llegando nuestro aprecio a cotas altísimas y nuestro amor a tanto que hasta se prestó a oficiar la ceremonia del enlace matrimonial de mi hija, en la iglesia de Santa María de Úbeda.

Ahora, en la tarde de ese 6 de febrero, con hondo sentir y tristeza, le dije adiós a su cuerpo yacente, ya frío, pero desde el consuelo de habérselo dicho con vida pocos días antes, en el sanatorio de El Neveral, donde fui a visitarlo. Andaba con la mascarilla puesta, muy débil, ahogándose, con pocas fuerzas…, pero sin perder su templanza de siempre. Le gasté una broma y sonrió abiertamente, dentro de su sencillez y su ternura cristalina, dentro de su total entereza en la fe.

Lo vi en la cruz, subido al madero, agonizando… Y se lo dije. A un presbítero se le puede hablar de esas cosas sin miedo a la muerte. Mira que he hablado yo infinidad de veces a las gentes del sacrificio de la cruz…, pues mira, de cierto, ahora estoy yo en ella. Me dijo… Y me habló de las oraciones que leía, especialmente una de Raoul Follerau. Después, tomó su móvil y marcó la canción que más le llenaba y no cesaba de oír, “Alma de Cristo”,  y juntos la escuchamos emocionados. Hablamos además de algunas cosas nuestras, más yo que él, que apenas podía emitir palabra… Y así hasta que, para no cansarlo en exceso, nos despedimos. Los dos sabíamos que era la última vez que nos veíamos en este mundo. Le cogí la mano y se la apreté poniendo en ella el corazón. Él me miró pagándome con su sonrisa de siempre, sólo que esta vez sus ojos vivarachos y amables andaban hundidos en un perfil de delgadez sorprendente.

Cuando terminó la misa, el ataúd con sus restos, llevado a hombros por numerosos amigos sacerdotes, cruzó, como en procesión, toda la catedral. Esa catedral de la que él era también Canónigo Vice-Deán, hasta salir por la Puerta del Perdón a la calle camino a Dios. Sus familiares lloraban. Algunos sacerdotes lloraban. Numerosos acompañantes lloraban. El cielo se andaba nublando. Yo, entonces, muy apenado, en la soledad, a ese Dios le dije: “Acoge, Señor, a tu siervo Santos en tu reino, para que goce de tu banquete celestial por todos los siglos… Y a mí, Dios mío, ayúdame, haciendo que mi convencimiento de tu existencia sea más fuerte que mi deseo de que existas”.

Luego, el coche fúnebre con el féretro en su interior se puso en marcha perdiéndose por la calle arriba hacia la infinitud.

Hasta la vista, amigo. Hasta siempre, querido don Santos, santo.