martes, 10 de enero de 2017

HERMOSA LECCIÓN

Uno de los muchos monasterios de Meteora, en Grecia, ya desaparecido, fue fundado a comienzos del siglo XIV por Aristides Kasmiroglu. El edificio, tan pequeño como espectacular, construido sobre una de las altas rocas, albergó en un principio a cuatro religiosos que pretendían llevar una vida de retiro, oración, sacrifico y paz. Y todo fue bien.

Pocos años más tarde, varias personas quisieron entrar a formar parte de la comunidad. Y fueron admitidas. Y comenzaron los problemas. Algunos se quejaron de tanto aislamiento, de que la comida podía ser mejor, de que se pasaba demasiado frío en invierno… Pero lo peor fue que los cabecillas de las quejas llegaron a convencer a todos los monjes, excepto, claro está, al abad fundador y el prior claustral. 

El prior claustral pidió entonces al abad que tomara cartas en el asunto y expulsara a los falsos religiosos que más que fe lo que tenían eran ambiciones personales de bien vivir. Pero el abad no lo quiso así. Estaba convencido de que con su ejemplo de austeridad, sacrificio y prudencia, y con los ruegos a Dios, tarde o temprano, todos acabarían cambiando su modo de obrar y se convertirían en frailes ejemplares.

Mas no lo logró. Pasado un año todavía andaban peor, más rebeldes y más materializados. Algunos llegaron incluso a escaparse de noche para ir al poblado lindante donde mantenían relaciones con furcias. Y entonces sí. Entonces el abad expulsó a los monjes vivales, que se resistieron, y tanto que cuentan que hasta costó sangre y fuego. Acabando todo en la desaparición de tan preciosa casa.

Kasmiroglu marchó entonces a la ciudad de Ani, en Armenia, hoy en la frontera con Turquía, donde en las afuera volvió a levantar un nuevo convento con seis hombres que andaban también con el deseo de llevar una vida de santidad. Y todo fue bien.

Hasta que el convento tuvo que agrandarse ante la solicitud de nuevos monjes. Y nada. De maravilla los primeros cinco años. Después, lo de siempre. Que las camas eran duras, la comida escasa, el hábito demasiado rudo y áspero… Que no entendían por qué no podían ir de vez en cuando a Ani, y pasear por sus bellas y pobladas calles y plazas… Y de nuevo la misma historia. De nuevo a escaparse algunos, cambiarse de ropas y andar en la madrugada por las tabernas y los burdeles.

Se acabó. Aquello acabó mal. Allí no había verdadero espíritu religioso, ni verdadera oración, ni anhelos de sacrificio, ni amor fraterno. Allí no había más que egoísmos, divisiones, desavenencias y tiranteces entre unos y otros. Se llevaban a matar. Es más, algunos monjes ni aparecían en los ritos litúrgicos, ni practicaban las lecturas de rigor, ni acudían a comer juntos, ni creían siquiera en Dios. El convento se cerró y el abad puso pies camino a otro lugar. No sin antes sufrir una terrible emboscada, cuando caminaba por un lugar despoblado, que lo dejó tullido y a punto de morir, por parte de sus mismos monjes, que ahora sí, qué curioso, se unieron como las uvas de un mismo racimo para la venganza.

Y de Aní marchó a Cappadocia, al valle de Goreme, donde labró grutas en las rocas volcánicas, fundando, incansable, un nuevo convento con tres nuevos monjes… Y para qué decir lo que sucedió después… Exacto. Acabaron una vez más como en el rosario de la aurora.

De Kasmiroglu no se conoce mucho más. El sueño del pobre monje de constituir una duradera comunidad de almas limpias en cuerpos sacrificados y generosos no llegó a cumplirse. Sólo se sabe que tras su última intentona en Goreme viajó a la isla de Kalymnos, en el mar Egeo, donde vivió como ermitaño, solo, completamente solo, en una gruta de la montaña que mira al mar, donde murió en el más profundo de los olvidos y en la más absoluta pobreza. Nadie, a día de hoy, con seguridad, tenía conocimiento de cómo acabó su vida ni dónde está enterrado. El hecho de sacarlo a la luz ahora ha sido debido a que unos arqueólogos, a primeros del pasado mes de diciembre, hallaron una sepultura en la cima de la montaña cercana a la ciudad costera de Mirties, en lo más hondo de una cueva, en la que, tras abrirla, apareció un esqueleto momificado que creen ser los restos de Aristides Kasmiroglu, ya que junto a él apareció una pequeña lápida de piedra labrada en la que se podía leer: “El mejor convento es la soledad”.    

Hermosa lección ésta para un mundo de hoy tan parecido.   

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