jueves, 11 de agosto de 2016

VICENTE OYA RODRÍGUEZ, LA SABIDURÍA HECHA BONDAD

Juani me lo ha querido decir de la mejor manera para que la noticia no me causara el dolor que ella sabe me produce siempre la muerte de alguien a quien quiero y sé que me quiere.

Y me ha dolido. Pese a decírmelo con cuentagotas me ha llegado al alma el cuchillo que viene siempre a cortar de un tajo la unión de dos personas que se respetan y se quieren.

Y presa de esta herida, aun de cuerpo presente en el tanatorio San José de Jaén, escribo estas letras más que para homenajear al gran hombre, al Cronista Oficial de la Capital, para decirle que he valorado su inmensa labor periodística, de investigación, de oratoria, de darse a los demás hasta el extremo, y que he aplaudido sus muchos títulos, su nombramiento como Hijo Predilecto de Cambil, su pertenencia al Instituto de Estudios Giennenses, a la Sociedad Económica de Amigos del País, a la Santa Capilla de San Andrés, a los Amigos de San Antón, a la ejemplar Asociación Aprompsi, que presidía, dedicada a personas discapacitadas, y que también me pareció bien, aunque me hubiera gustado algo mejor para él, que le pusieran su nombre a la plaza central del Parque del Seminario… Y, sobre todo, para decirle que siento mucho que un infarto en la madrugada de hoy le haya puesto alas, como las que ha tenido siempre su pajarillo literario, Gacelo, para ya no solo volar por la hermosa inmensidad de nuestro Santo Reino, del que era también Cronista Oficial, sino por las grandes alturas de todo el ancho reino de los cielos para poder acercarse así todas los atardeceres a la orilla de ese Dios en el que creía, y a quien tanto pregonó y tanto amó.  

Adiós, querido amigo. Nunca olvidaré mis encuentros contigo, desde que yo era un chaval, aprendiz de las letras, y tú ya un gran escritor reconocido y admirado. Gracias por todo lo que has escrito sobre mí, y especialmente por venir a Úbeda a presentar, junto a Juan Carlos García-Ojeda, mi libro de poemas “Al encuentro de la felicidad”, aquella feliz tarde-noche del día 10 de junio de 2005. Gracias por tus conversaciones, tus palabras siempre aliñadas de positivismo, tu sencillez, tu humildad, tu constancia y, sobre todo, gracias por tu excepcional bondad. Nunca olvidaré, tampoco, el pasado 14 de mayo, cuando nos abrazamos al despedirnos después de comer juntos tras haber fallado, igual que hemos venido haciendo los últimos años, como miembros del jurado, el Certamen Nacional del Corpus de Villacarrillo.

–Hasta otra, Vicente, o el menos hasta el año que viene –te dije.
–Hasta otra o hasta el año que viene, Ramón, si Dios quiere –me respondiste.

Y Dios no va a querer que de nuevo el año próximo nos juntemos para fallar el certamen ni para volver a vernos aquí en la tierra. Te ha llevado antes a su gloria para que allí le hables de Jaén y del amor que le tienes, y darte, como último premio, su abrazo más hermoso, que después de todo es la más grande que te pueden dar.

Hasta volver a vernos en el más allá, amigo…, cuando Dios quiera. Un fuerte abrazo.  






martes, 9 de agosto de 2016

EL JEFE Y EL MISIONERO

Cuentan que cuando el misionero llegó a aquel poblado maya perdido entre la selva del Petén, cercano a la ciudad de Tikal, junto a la laguna Yaxha, lo trataron como a un dios venido del otro lado del gran mar. El jefe, un cacique tirano que tenía sometido al pueblo a base de impuestos y sacrificios humanos, tratando a todos sus moradores como a verdaderos esclavos, lo acogió con veneración y lo convirtió en su gran consejero, algo así como lo que hoy denominaríamos su primer ministro.

El misionero enseñó al pueblo las bondades del Dios creador, los valores de la fe y le inculcó las virtudes de la generosidad, el compromiso, la moderación, la entrega, la paz, el perdón, la honradez, la amistad, la solidaridad…, el amor, en definitiva.

El jefe, al paso de los años, comenzó a recelar del misionero al ver que la mayoría de sus súbditos andaban tras él con alegría y confianza. Pero sobre todo, comenzó a verlo como un hombre más, nada o casi nada de ser dios, con sus muchas cualidades pero también con sus defectos. Y comenzó la terea de ver el modo de quitárselo de en medio.

El misionero, cada día más, se sentía seguro en su andadura. Observaba que era respetado y muy querido. Todos acudían a él buscando consuelo, ayuda, consejo… Y nadie se marchaba con las manos vacías. Su casa era la casa de todos, abierta a la comprensión, la alegría y la convivencia.

El jefe, por contrario, se fue tornando, en su envidia, más inseguro, desconfiado, arisco e intransigente, notando que era menos respetado y, lo que es peor, poco temido.

“Esto se me está yendo de las manos.” Pensó el jefe. “Esto tiene que acabarse de una vez por todas. O el misionero o yo.” Concluyó en sus elucubraciones. Y habló claro al misionero. “Desde mañana ya no serás mi consejero y habrás de abandonar este poblado.”

Sin embargo, el misionero le respondió: “Sabes que si me marcho de aquí, el pueblo me seguirá donde quiera que vaya. Le he traído la libertad, la fe, la paz, la decencia, la fidelidad y el amor. Tú, entonces te quedarás solo.”

El jefe, aquella noche, anduvo dándole vueltas a la mente, porque sabía que era cierto cuanto le había dicho el misionero. De golpe, tuvo una idea, casi una revelación: “Haré fiestas. Daré cargos. Concederé nombramientos, medallas y privilegios. Y de vez en cuando organizaré banquetes para que todos se harten de comer, beber… y fornicar.”

Y dicho y hecho. Durante un tiempo así lo vino haciendo pese a la oposición del misionero. Hasta que llegó el gran día. “Mañana, definitivamente, saldrás de estas tierras.” Le ordenó al misionero. Pero éste volvió a recordarle que de hacerlo se vería solo. Mas esta vez el jefe, que era de pocas palabras, le respondió con cierto orgullo: “Estás equivocado, no se irán contigo, tenlo por seguro.”

Al amanecer, el jefe convocó al pueblo y desde el balcón del palacio, teniendo a su lado al misionero, se dirigió a todos los presentes para decirles tan solo: “Queridos súbditos, el misionero ha de marchar del poblado. Los que le quieran seguir podrán hacerlo sin problema alguno.” Después habló el misionero: “Hermanos, Dios está en nuestros corazones. Somos una gran familia que se ama y se ayuda. Hombres y mujeres que andamos en el camino de la fe en la esperanza de alcanzar la salvación eterna. Ya no sois esclavos, ahora sois hombres y mujeres libres, y en esa libertad seguiréis viviendo en el nuevo poblado que hemos de construir no muy lejos de la laguna, junto al río Mopán, donde viviremos felices compartiendo, desde la fraternidad y la igualdad, todos los bienes materiales y espirituales que poseemos.”  

Y el misionero salió del poblado…, y cuando llevaba apenas cien metros volvió la vista atrás y pudo ver que nadie le seguía.

La realidad es así de cruda.