miércoles, 23 de marzo de 2016

POBRE DIOS Y POBRES SEGUIDORES

Han sido ya varias las veces que he andado por el aeropuerto de Zaventem, en Bruselas. La última vez hace pocos días, y a la misma hora de los atentados. Quiero decir que podía haber sido, de haberse adelantado el calendario de los terroristas asesinos tan sólo unas fechas, una de las víctimas y andar ya en vuelo hacia la otra orilla.

Y al ver en la televisión las imágenes de los muertos, heridos y los destrozos causados, pienso también en mi hija y en mi yerno, e incluso en mi nieta recién nacida, porque podrían haber sido igualmente ellos, que viven allí y conocen ese aeropuerto como las palmas de sus manos de tanto ir y venir, unos de los tantos que yacían tirados por el suelo envueltos en sangre. Pienso asimismo que los muertos y los heridos pueden ser compañeros míos, amigos míos, conocidos míos… y me muero de dolor y de rabia.

Los yihadistas islamitas nos han declarado la guerra hace ya mucho tiempo, tal vez desde que nació esa religión que ha de tomarse al pie de la letra, que no admite interpretación, que obliga, no por convencimiento, sino por narices, bajo pena de muerte; incapaz, por lo tanto, de adaptarse a los tiempos, que se enquista en ella misma hasta volverse terriblemente violenta, como quien rompe la baraja, tira la mesa de juegos y desenfunda la pistola cuando ve que lo han pillado haciendo trampas, porque descubre en el fondo de su propia conciencia la mentira en la que se cimienta sus creencias, en cuanto no les permite adaptarse a los descubrimientos científicos, los avances técnicos, la globalización, los derechos humanos, las libertades individuales, la separación de poderes, la democracia política, la libertad de expresión, la igualdad de género, la independencia de la mujer, el respeto a otros modos de ser y de pensar y de vivir…

Porque descubren, pese a las críticas de que andamos en una civilización corrupta, injusta e inmoral, que somos mejores que ellos, porque, pese a todo, los admitimos en nuestras sociedades con plenos derechos, los ayudamos si es necesario con alimentos y viviendas, los acogemos, les abrimos las puertas de nuestros colegios y hospitales, respetamos y toleramos sus creencias –y hasta se las subvencionamos, e incluso, para que se sientan más a gusto, a costa de cercenar las nuestras–, les dejamos levanten cuantas mezquitas quieran y hasta permitimos tengan programas en la televisión para que expongan sus doctrinas…, realidades, hechos que ellos son incapaces de hacer, ni siquiera mínimamente con nosotros en sus países, viendo también que aquí se puede ser o no creyente, agnóstico o ateo sin que te persigan ni te degüellen, y que, por lo tanto, no hace falta ser religioso para que te dejen vivir ni para poder ser una gran persona, y viendo también que los que son cristianos, desde cualquiera de sus ramas, les dan ejemplo en cuanto rechazan las represalias, el odio, la vileza, la ira, el crimen, la maldad…, y ofrecen solidaridad, entrega, renuncia, comprensión, misericordia, amor a manos llenas, siendo hasta capaces de poner la otra mejilla… Y que Jesús, el Maestro, ejemplar en sus palabras y en la coherencia de sus actos, es un Dios de perdón y no de venganza, de paz y no de guerra…, de vida y no de muerte.

Se saben peores, se saben equivocados, se saben en el error…, y ante la negativa de aceptarlo, actúan desde la intolerancia y el fanatismo, pretendiendo seamos todos como ellos, o, de lo contario, buscando acabar con todo aquello que se lo puede recordar, de ahí que destruyan y rechacen permanentemente los monumentos y la arquitectura histórica, la literatura, el cine, la escultura, la pintura, la música, el periodismo…, el arte en general. De ahí que quieran aislarse, vivir en una dictadura atroz que no abra puertas al exterior, que siga tapando, de pies a cabeza, el cuerpo entero. De ahí que no tengan interés en la enseñanza de sus hijos y menos de sus hijas. De ahí el odio a los extranjeros, al turismo, a internet, a las bibliotecas… De ahí que busquen amedrentar y dirigir a cuantos musulmanes viven pacíficamente en esta parte del mundo con consignas y advertencias. De ahí su pretensión de acabar con nosotros –tachándonos de infieles y poseídos de satanás–, con la civilización de occidente, que, pese a tener grandes deficiencias e imperfecciones, es infinitamente mejor, mucho mejor que la suya, atrasada, adoctrinada, aborregada, acobardada, esclavizada, empobrecida, inculta, intransigente, atascada en la Edad Media, tan atascada que son incapaces de salir porque es tanto el barro de lo falaz en el que andan metidos que les llega hasta los ojos cegándolos aún más. De ahí su grito último, feroz y terrible, cuando van a cometer, a traición, la mayor de las canalladas: “¡Alá es grande!”

Buscando así, antes de suicidase, airados e impotentes ante su propio fracaso, enloquecidos por no poder salirse con la suya, no convencer a quienes lo oyen, sino convencerse ellos mismos, buscando con ese ruido atronador acallar el propio corazón y la propia mente que andan gritándoles desde dentro, sin descanso, que su dios es pequeño, muy pequeño, tan pequeño que para reivindicarlo tienen que gritarlo y asesinar a hombres, mujeres, niños y ancianos inocentes e indefensos, por decenas, por cientos, por miles… ¡Lástima! Pobre dios y pobres seguidores.

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