martes, 24 de noviembre de 2015

CARTA A LAS MUJERES MALTRATADAS

A vosotras, mujeres maltratadas, maldita la gracia que os hace que el 25 de noviembre se designe como el “Día internacional de la violencia contra la mujer”. Maldita porque lo que vosotras necesitáis no es un día dedicado, sino que todo el tiempo del mundo haya educación, formación, enseñanza y siembra de valores… Lo que necesitáis es que desde que se nace, en la casa, la familia, la escuela, la calle, el trabajo…, los hombres sepan de una vez por todas y para siempre que no son superiores a las mujeres.

La mujer es igual al hombre. Hombre y mujer son diferentes, hermosamente diferentes en el perfil físico, pero nada más. En todo lo demás son iguales. Iguales en derechos y obligaciones, en libertades y decisiones, en esencias y dignidades.

Lástima también, amigas, tantos dolores callados, sufrimientos, angustias, miedos, soledades… Para vosotras, por lo tanto, esta carta que os escribo. Carta que es un grito, no hacia ustedes que ya andan cansadas de gritos y de ruidos, sino hacia aquellos que os consideran inferiores, casi como un objeto, para rogarles y exigirles que se arranquen del alma la discriminación, el odio, la arrogancia y el falso orgullo… y vean en la esposa, la compañera, la novia, en definitiva, en toda mujer…, un ser de altura, único, irrepetible, especial, digno de amar y ser amado, pero a quien nunca se puede obligar a que te ame… Porque el amor sólo es grande y bello desde la libertad. 

Os animo, mujeres maltratadas, a la lucha. A salir del pozo. Ya sé que muchas desconfiáis de personas de despacho y políticos tan ineptos como falsos, que poco, en realidad, les interesa el tema, sólo quedar bien y aparecer en las fotos y medios de comunicación. Y cuando hay un crimen ponerse en grupo para guardar un cínico e ineficaz minuto de silencio. Cierto. Lo sé además por experiencia. Lo he vivido de una manera directa a partir de estrenar mi obra “Malos tratos” y llevar con el Grupo Maranatha más de año y medio representándola, con fines sociales, por numerosos pueblos y ciudades de nuestra geografía. Ahí he podido comprobar la mucha falsedad de no pocos políticos, políticos y ocupadores de cargos cercanos a políticos que dirigen y trabajan en Diputaciones, Ayuntamientos, Concejalías y Centros relacionados con la Mujer… Que sí, mucha palabrería, pero poca realidad, poco compromiso, poco convencimiento. Y demasiada mentira y engaño, excesiva hipocresía. Mucho sillón y ordenadores y aire acondicionado, y mucho salir a desayunar…, y también grandes sueldos y despilfarros a costa de la cúpula que levantan con los pilares de vuestra ignominia de dolor y humillaciones.

Pero también es cierto, y lo debéis saber y convenceros de ello, que tenéis a miles de personas dispuestas, de corazón, a darlo todo por vosotras, a dejarse el alma y la vida por vosotras, a morir por vosotras. Volad a ellas. No lo dudéis. Vale la pena el intentarlo. Vivir en el terror de cada día, es el peor de los martirios. Adelante. Ánimo siempre. Un abrazo desde el respeto y la consideración.    







martes, 3 de noviembre de 2015

LA APUESTA

Albert tenía quince años y Elisa catorce cuando se conocieron.

Fue en el parque que se alzaba junto al río. Él caminaba por uno de los senderos cuando ella, al cruzarse, se cayó por culpa de una rama perdida.

Se miraron. La levantó con delicadeza.

–Te has hecho daño.
–No.

Y desde entonces fueron inseparables.

Nadie en aquel pueblo perdido entre las sierras del interior ha conocido amor semejante. Estudiaron. Se forjaron un porvenir sencillo. Lucharon juntos. Se casaron. No tuvieron hijos. Fueron felices en los gozos y supieron salir juntos de las adversidades. Se amaron con locura, sin descanso, hasta el extremo.

Y así vieron pasar los años por el horizonte de sus vidas. Envejecieron juntos.

Albert cumplió los setenta y siete. Elisa un año menos. Como fue siempre. Y comenzó a poner el invierno su manto de escarcha más allá de sus corazones. Más hielo en el de ella que apenas si podía subir las escaleras sin ahogarse. Celebraron el cumpleaños. Ella tuvo la paciencia de poner once veces siete velas. Y le hizo soplar. Pide un deseo. Él la miró con esa ternura propia de quien nunca amó a nadie más que a ella. Y pidió un deseo. Después sopló. Y entonces quitó una vela y tuvo la paciencia de volver a encenderlas todas. Y ahora el deseo has de pedirlo tú. Y ella, tímida, soltando una pequeña carcajada, lo miró como con disimulo, y sintió que en su alma, siempre inocente, como la que llevaba dentro aquella niña del parque, había un enjambre de mariposas. Y pidió el deseo y sopló.

–¿Qué has pedido?
–Lo mismo que tú.
–¿Y cómo sabes tú lo que yo he pedido?
–Porque te he amado tanto, te amo tanto que desde que te conocí yo no soy yo, sino tú.

Y dándose la mano salieron al jardín desde donde se veía la caída del sol en la tarde más honda del invierno.

–¿Tú crees que se cumplirá nuestro deseo?
–Se tiene que cumplir. Pues si hemos sido el uno para el otro en esta vida, igual lo hemos de ser en la muerte que nos espera. Sólo es cuestión de lugar.  
–¿Y después?
–Pues lo mismo. Seguiremos juntos en la otra.

Y apenas pasaron unas pocas semanas, Elisa dio el salto y se perdió por los campos invisibles. Albert, se quedó en espera por cinco meses más. Después alzó sus sueños doloridos y se fue siguiendo la estela transparente que ella le había dejado.

Pero cuando llegó a la nueva ciudad, a la nueva dimensión, todo lo había olvidado. Los dueños de ese territorio provocan la amnesia antes de que puedas pasar. Y de ese modo, nada más comenzó a caminar por entre las flores, los almendros y los granados…, se cruzó con ella..., y, aunque se miraron, ni adiós se dijeron.

Sobre la copa de uno de los árboles dos niños con alas diferentes observaban. Eran dos seres extraños, uno vestido de lluvia y otro de estrellas, que andaban en apuesta a ver quién tenía razón acerca de si el amor es eterno o no.

–He ganado –habló el de rostro más frío.

Y nada más decirlo, escucharon un…

–¿Te has hecho daño?
–No.

He ganado yo, concluyó, sonriente, el que llevaba en sus ojos la luz de la hermosura.