jueves, 16 de abril de 2015

CARTAS

Lo que se pierden los jóvenes.

Ya no se escriben cartas. Ahora, en todo caso, se envían wasap y correos electrónicos.

Lo que nos perdemos todos sumergiéndonos en la frialdad de las máquinas y las computadoras.

Hoy todo el mundo envía y recibe correos, algunos adjuntando fotos, montajes o vídeos sacados de You Tube. Otros, por aburrimiento, por el simple hecho de decir algo, por solicitar alguna cosa… Correos fríos, apáticos, sin espíritu. Correos que empiezan con un “buenos días”, o “buenas tardes” o “buenas noches”, para evitar poner “estimado” o “querido” o “muy querido”, no sea que se malinterprete, y despidiéndose con un simple “hasta otra”, o todo lo más “un saludo”, no sea que si ponemos “un beso” o “un abrazo”, entiendan lo que no es.

Y escribo esto porque yo, dejándome llevar por esta práctica moderna, cansado además de encabezar mis correos con un “querido…” y terminar con un “fuerte abrazo”, para recibir por respuesta un frío “buenos días, Ramón” y terminando con un “cordial saludo”, tratándose además de alguien a quien tengo en gran consideración y aprecio, cuando no entre los que más amo, he recibido hoy un correo de una mujer, funcionaria, a la que no conozco personalmente, que hace unos días me llamó por teléfono, no para pedirme nada, como suele ser lo normal, sino para ofrecerme sueños de artes, de poesía y de teatro sin contraprestación alguna a cambio. Sólo me pedía le hiciese un escrito descriptivo de mi situación. Y se lo adjunté con una breve introducción: “Estimada señora…”, para terminar con un lacónico: “gracias, quedo a su disposición.”

Pues bien, esta mañana he recibido su respuesta: “Querido amigo…” Terminando con “ha sido un placer tratar contigo, recibe un fuerte abrazo”. Impresionante. Hasta he sentido emoción. Con su correo he vuelvo a revivir el calor de las cartas de la juventud, de cuando te escribía un amigo, un ser amado, la mujer a la que tanto amabas… Y abrías el sobre en un ritual de temblor de manos y desplegabas el papel como quien descubría un mundo luminoso, y te embriagabas de las palabras escritas a mano, artesanales, personales, irrepetibles… Y luego volvías a plegar la hoja y la guardabas de nuevo dentro del sobre, para más tarde volverte a esconder en la soledad y una vez más leerla saboreándola palabra por palabra… Y así una y otra vez, hasta cien veces. Cartas que conservabas por mucho tiempo, por años, de por vida, como si no quisieras perderlas porque las considerabas como un pequeño tesoro de valor incalculable.

Añoro este tipo de cartas. Cartas que ya sólo escriben, en todo caso, algunos románticos, como ese viejo amigo que conocí el día que llegue a Villanueva para ejercer mi profesión de maestro y que hoy también, cosas del destino, después de más de treinta y cinco años sin tener contacto, me ha escrito por carta postal para decirme que pese al tiempo y la distancia –ahora vive en Chiclana de la Frontera–  tan sólo me escribe porque me ha recordado y simplemente le apetecía saludarme por escrito y expresarme su aprecio.  

Cosas de viejos ebrios de añoranzas, dirán algunos. Cosas hermosas que se las están llevando los ladrones de almas, digo yo.  


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