En un lugar de cuyo nombre bien que me acuerdo, existía un
grupo de locos como cabras que, desde hacía lustros, no los unía otra cosa que
el odio visceral al director del manicomio. No eran muchos y no tenían ningún
quehacer salvo dar vueltas por los pasillos y el patio y ver el modo de
fastidiar a quien era el máximo responsable del centro y a las buenas personas
del servicio. El mayor, que ejercía de líder, rechoncho y diligente, siempre
apoyado en un viejo bastón de marfil, gustaba de gobernarlos a base de mítines
de barrio. Había también un filósofo amante de la cultura clásica pero sin
cultura. Y un ser solitario, muy piadoso, que se vendía por un plato de
lentejas. Y un listo. En todos los grupos siempre hay un listo que ante cualquier
reflexión que escucha suelta con autosuficiencia relamida un “¡¿quién ha dicho
eso?!”. Ah, se me olvidaba, y con ellos un pedantón que se creía de día Adonis
y de noche Apolo. Y junto a ellos, unas cuantas mujeres que imaginaban ser
cisnes y que iban de comparsa.
Una noche
de plenilunio, impresionado por la grandeza e inmensidad del brillo lunar, y
para que el director del manicomio fuera expulsado y así quedarse ellos como
dueños absolutos del centro psiquiátrico para convertirlo en un complejo de
juergas, inmoralidades y anarquías, el jefe propuso coger la luna. Si lo
lograban la fama sería descomunal, el éxito sorprendente y la riqueza infinita.
Y así, ante tan alto logro, demostrarían que de locos nada, que el loco sólo
era su carcelero y cuantos le seguían. Y entonces, ricos ya, muy ricos,
mediante estrategias mafiosas, levantamientos de falsedades, denuncias y compran de voluntades, los crucificarían o, al menos, los empujarían al exilio y el
hambre.
Manos a la
obra, se dijeron. El filósofo entonces tomó la palabra. Reflexionó: “¿Y si
cogiendo la luna los dioses nos castigan?” A lo que respondió el listo de
inmediato: “¡¿Quién ha dicho eso?!” El
pedantón intervino: “La luna puede estar llena de piedras preciosas, ¿no veis
cómo brilla?” Pero el solitario le contradijo: “Lo mismo es de nata y hasta nos
la podemos comer”. Las mujeres nada dijeron, sólo observaban. Tan solo una de
ellas, tras cada respuesta que escuchaba, viniese de quien viniese, decía por
lo bajini: “Sí, sí, sí, sí, sí...”, casi hasta setenta veces siete.
“Hagámoslo
por votación”, dijo el gran jefe golpeando con energía el suelo con su bastón
de marfil. “Aprobado.” “Pues manos a la obra.”
Pocos
minutos después el patio quedó desierto. Los locos como cabras se acostaron
como si no hubieran roto un plato. La luna mientras, desde sus cuernos de
plata, se reía a carcajadas.
Como yo me río también de los
cuernos y de las cabras. Pero cuando sé que a los locos los mueve el odio, el
odio ciego, entonces..., entonces lo que siento es, más que miedo y pena,
pánico.
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