viernes, 4 de octubre de 2013

LOCOS COMO CABRAS

En un lugar de cuyo nombre bien que me acuerdo, existía un grupo de locos como cabras que, desde hacía lustros, no los unía otra cosa que el odio visceral al director del manicomio. No eran muchos y no tenían ningún quehacer salvo dar vueltas por los pasillos y el patio y ver el modo de fastidiar a quien era el máximo responsable del centro y a las buenas personas del servicio. El mayor, que ejercía de líder, rechoncho y diligente, siempre apoyado en un viejo bastón de marfil, gustaba de gobernarlos a base de mítines de barrio. Había también un filósofo amante de la cultura clásica pero sin cultura. Y un ser solitario, muy piadoso, que se vendía por un plato de lentejas. Y un listo. En todos los grupos siempre hay un listo que ante cualquier reflexión que escucha suelta con autosuficiencia relamida un “¡¿quién ha dicho eso?!”. Ah, se me olvidaba, y con ellos un pedantón que se creía de día Adonis y de noche Apolo. Y junto a ellos, unas cuantas mujeres que imaginaban ser cisnes y que iban de comparsa.

            Una noche de plenilunio, impresionado por la grandeza e inmensidad del brillo lunar, y para que el director del manicomio fuera expulsado y así quedarse ellos como dueños absolutos del centro psiquiátrico para convertirlo en un complejo de juergas, inmoralidades y anarquías, el jefe propuso coger la luna. Si lo lograban la fama sería descomunal, el éxito sorprendente y la riqueza infinita. Y así, ante tan alto logro, demostrarían que de locos nada, que el loco sólo era su carcelero y cuantos le seguían. Y entonces, ricos ya, muy ricos, mediante estrategias mafiosas, levantamientos de falsedades, denuncias y compran de voluntades, los crucificarían o, al menos, los empujarían al exilio y el hambre.

 
            Manos a la obra, se dijeron. El filósofo entonces tomó la palabra. Reflexionó: “¿Y si cogiendo la luna los dioses nos castigan?” A lo que respondió el listo de inmediato: “¡¿Quién ha dicho eso?!”  El pedantón intervino: “La luna puede estar llena de piedras preciosas, ¿no veis cómo brilla?” Pero el solitario le contradijo: “Lo mismo es de nata y hasta nos la podemos comer”. Las mujeres nada dijeron, sólo observaban. Tan solo una de ellas, tras cada respuesta que escuchaba, viniese de quien viniese, decía por lo bajini: “Sí, sí, sí, sí, sí...”, casi hasta setenta veces siete.

            “Hagámoslo por votación”, dijo el gran jefe golpeando con energía el suelo con su bastón de marfil. “Aprobado.” “Pues manos a la obra.”

            Así que durante varias noches, los locos, escondidos en los sótanos del manicomio, crearon unos extraños artilugios seguros de que apoyándose en ellos poseerían la luna. Y cuando creyeron que había llegado la hora, a eso de ya entrada la madrugada, salieron al patio para poner en práctica el curioso experimento. Mas, ¡ay, sorpresa! La luna aparecía ya en cuarto menguante, en forma de tajada de melón, a modo de una gran cornamenta. El primero en darse cuenta fue el filósofo: “Alguien se ha chivado a la luna de que íbamos a cogerla y ha sacado los cuernos para defenderse”. De inmediato respondió el listo: “¡¿Quién ha dicho eso?!” El pedantón lo reafirmó: “Es cierto, la luna ha sacado sus cuernos y está en posición de embestir”. Fue entonces el solitario muy piadoso, olvidando que en el más allá hay una existencia eterna llena de felicidad infinita, quien dio la solución: “Yo no pienso poner en riesgo mi vida. Me largo ahora mismo de aquí. Adiós”. Y salió pitando. El pedantón hizo lo propio. Y el filósofo. Y las mujeres, tan asustadizas ellas, salieron como patos torpes en desbandada. Entonces, el jefe, enojadísimo, furioso como un poseso, con los ojos desencajados por la rabia, a punto de darle algo, sin parar de golpear su bastón contra las artilugios creados, a grito pelado exclamaba: “¡¿Pero estáis locos?! ¡¡No corráis que es peor!!”. A lo que respondió el listo mientras tomaba carrerilla para salir escopeteado: “¡¿Quién ha dicho eso?!” Mas el viejo gurú de la tribu insistía: “¡Volved! ¡Si no hemos podido alcanzar la luna podemos construir una bomba y hacer que el director, sus compinches y el manicomio entero estallen por los aires! ¡Volved! ¡Venga, volved, os lo ordeno!”

            Pocos minutos después el patio quedó desierto. Los locos como cabras se acostaron como si no hubieran roto un plato. La luna mientras, desde sus cuernos de plata, se reía a carcajadas.

Como yo me río también de los cuernos y de las cabras. Pero cuando sé que a los locos los mueve el odio, el odio ciego, entonces..., entonces lo que siento es, más que miedo y pena, pánico.



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