martes, 3 de septiembre de 2013

EL AJEDREZ DE LA VIDA

El ajedrez tuvo sus inicios en la India, de donde pasó a Persia y de allí a Europa, que lo desarrolló en la forma que ahora lo conocemos.

            El ajedrez es un juego de estrategia a modo de una gran batalla en la que, dentro de un campo de 64 escaques o casillas, se sacrifican peones, torres, caballos, alfiles y hasta la reina... con tal de que no maten al rey. Porque quien mata al rey, aún teniendo más piezas perdidas, gana.

            El ajedrez, por lo tanto, es muy propicio a hacer pensar y reflexionar, a la corta y a la larga. ¿Qué pieza muevo? ¿Y qué pieza moverá el contrincante o enemigo a continuación? Entonces, ¿es mejor mover la torre o el caballo? ¿Y si adelanto a la reina dos casillas? Mejor será mover un simple peón para despistar, dejarlo desprotegido y que mi rival pique comiéndoselo con el alfil... Mi movimiento posterior será comer yo  su alfil con la torre que está lejana y no se está percibiendo de su situación... Él me amenazará de inmediato con el caballo, pero yo la retiraré de nuevo cinco escaques desde donde daré jaque al rey y de paso también a su reina, que está justamente situada al otro lado de la horizontal. Si no mueve el caballo para proteger al rey, ganaré. Y si me come con la reina yo me la comeré con el peón y habré dando un gran paso hacia la victoria final.

Maravilloso juego este del ajedrez. Lo malo es que todas las personas juegan al ajedrez en el tablero de la vida. Así que digo Diego para que el otro piense que digo Diego cuando quiero decir digo... Y me comporto de un modo negro pero con la intención de que el otro crea que es blanco. Y expreso que sí, siendo sí. Para después decir sí cuando es no. Y el juego nos va haciendo, a cada paso que movemos piezas, más sibilinos, calculadores, mentirosos, falsos e hipócritas... Y nos estrujamos los sesos pensando en lo que el otro piensa, para yo pensar y que el piense, dudando, recelando, desconfiando... Hasta el punto de no saber ya, llenos de heridas y piezas aniquiladas, mareados, dónde estamos, qué pretendemos, qué quieren los demás..., ni lo que es verdad o mentira.

Y entonces, sólo hay dos caminos, o sigues jugando, resistiendo, peleando, luchando, encenagándote... O te cansas, y das un golpe sobre el tablero y adiós piezas. En el primero, lo más seguro es que al final pierdas. Y si ganas, el éxito te lo amargarán nuevos contrincantes que vendrán de inmediato a retarte. En el segundo, perderás por abandono y desertor. Pero lo peor es que te llamarán entonces de todo, desde cobarde hasta loco, pasando por soberbio, maleducado y mala persona. Y es que negarte en nuestra sociedad a jugar al ajedrez es etiquetarte de demente y condenarte al ostracismo. Evidentemente, los jugadores de ajedrez que se han salido con la suya y han vencido, sacándote –nunca mejor dicho– de tus casillas, se frotarán las manos al tiempo que, con nuevos movimientos de fichas, intentarán lograr, si además andan arrastrados por el odio y la envidia, que aparezcas como despreciable e indigno, y ellos salgan aún más fortalecidos y admirados. Miel sobre hojuelas. Partida doblemente ganada.

El juego del ajedrez entre dos personas es tremendo. Cuánto más no lo será cuando juegas contra muchos en un mismo tablero y al mismo tiempo varias partidas simultáneas, siendo a la vez jugador y pieza.  Como para salir corriendo y perderte. Pues eso.

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