jueves, 15 de agosto de 2013

AVANZAMOS

Avanzamos. Cada día que pasa, el ser humano sube un peldaño más en la escalera del progreso, hacia el último piso sin número porque nadie sabe dónde termina el rascacielos.

         Avanzamos en tecnología, ciencia, medicina, investigación, medios... Avanzamos en inventiva, conocimiento, comunicación... Pero, por el contrario, tristemente, retrocedemos en Humanidad. La sociedad cada vez está más dividida en lugar de unirse. Por todas partes vemos cómo fluye la insolidaridad, la falta de respeto, el egoísmo, la mala educación, las ingratitudes, las maledicencias, las intransigencias, las mentiras, la corrupción...
            El hombre asciende en todo cuanto le rodea pero desciende en todo lo que lleva dentro, hasta el punto de que el corazón ya no es otra cosa que un músculo, la conciencia un invento de los aguafiestas y el alma un cuento chino que escribieron los sacerdotes de todos los tiempos para asustarnos y someternos al poder de los dioses...

            Avanzamos, pero a la vez los avances nos minimizan. No hay más que mirar a nuestro alrededor y comprobar cómo todos estamos dirigidos por la televisión, que nos atonta, instruye y maneja. Y cómo la inmensa mayoría, sobre todo jóvenes, andan atados de día y de noche a teléfonos móviles, computadoras y tabletas, recibiendo, mirando, enviando, escribiendo y hablando superficialidades e idioteces, juntos unos con otros pero todos inyectándose sobredosis de soledad y de vacío. Esclavizados.  Dicen que ya hay infinidad de adictos a un rectángulo sacadineros. Locos y esquizofrénicos que aman a sus celulares más que a sí mismos. Pero lo que hay en verdad son chutes de ignorancia y de desprecio a la libertad que tan hermosa es. Lo que hay es un diluvio de incultura cayendo sobre el mundo. Negocio para ricos multimillonarios que viven en islas paradisíacas mientras los demás discuten, enfadadísimos, con el pobre empleado “quitavergüenzas” porque este mes, como casi todos, en la factura del contrato les han cobrado de más.

            Avanzamos, pero la naturaleza que es la que nos mantiene vivos cada vez está más enferma. Millones de hectáreas de monte se queman y destruyen cada año. Millones de toneladas de porquería ensucian tierras y mares. Millones de trozos de hielos polares se descongelan. Millones de gases contaminan la atmósfera y rompen la capa de ozono. Millones de riachuelos desaparecen o son manchados de veneno. Millones de árboles son cortados por manos arboricidas y especuladoras. Millones de animales desaparecen sin entender nuestro miserable proceder de seres superiores. Millones de personas viven en la pobreza, la esclavitud, la miseria, el abandono, la prostitución... Millones de niños mueren de hambre, de tristeza, de enfermedades curables...

            Avanzamos, pero se nace cada vez más fría y mecánicamente. Ya nadie da a luz en las casas, sólo algunos románticos y ecologistas convencidos. Se nace en hospitales, entre luces extrañas, pasillos interminables, quirófanos y paritorios inquietantes y tétricos, personal desconocido, sin calor familiar alguno (sólo desde no hace mucho tiempo se permite la presencia del padre que lo solicita). Buscando no pocas veces también, más que la naturalidad del parto, la comodidad profesional del personal sanitario, por lo que, sin ninguna necesidad, se anestesia a la mujer, o se la raja, o se le ponen ventosas o forceps, o se le hace la cesárea... Se nace como un número más para la estadística de los políticos que luego muestran con orgullo en algún debate para justificar sus sueldos de sanguijuelas. Como si todo esto, además, después, no trajera problemas y complicaciones a muchísimas madres y a muchísimos hijos... Esos hijos, dicho sea de paso, que sí han tenido, pese a todo, la suerte de nacer, porque el avance, que ha venido a salvar a muchísimas parturientas de la muerte –justo es reconocerlo–, no nos ha servido, sin embargo, para proteger por todos los medios a los nasciturus que andan latiendo con ansias de vida en el seno de la madre, abortándolos. ¡Qué tremendo! Y, para colmo, morimos también en la mayor de las soledades. Ya son pocos los que mueren en su casa, en su hogar, en su cama..., en su lecho de vida, en ese espacio donde compartió sueños, esperanzas, proyectos, juegos, amores... La inmensa mayoría muere hoy sufriendo la terrible soledad de verse aislados, solos, en medio de una sala envuelta en cristales escarchados, perforadas y profanadas la carne y la sangre por agujas impasibles, rodeados de artilugios, de cables, de gomas, de batas blancas y verdes que van y vienen como sombras sonámbulas que esperan marque el reloj la hora para salir corriendo... Y no hablo de eutanasia, hablo de morir con naturalidad cuando ya no hay ninguna solución, cuando la muerte llega, fuera, por lo tanto, de UVIs infranqueables, tratamientos brutales y conexiones a máquinas que convierten en vegetales sin posibilidad de llegar a nada. Hablo de morir con resignación, con aceptación. Incluso, si se es creyente, con esperanza, con la posibilidad de rezar y ser atendidos espiritualmente, sintiendo en el pecho el deseo ferviente de encontrarse con su Dios. Morir de la forma más digna, acompañado de los suyos, sintiendo sus presencias, rodeado de cariño, sabiendo que su ser más querido anda ahí, a su lado, mirándose ambos, cogidos de la mano, como ayudándote para que el salto al más allá se haga más amable y más tranquilo.  

 
            Avanzamos, mas no aprendemos a morir. Vivimos como si fuésemos eternos, de ahí la ceguera de las ambiciones, sin disfrutar en verdad de las cosas maravillosas que nos regala la existencia, como si todo fuera para siempre, ajenos a la inevitabilidad y necesidad del óbito. Mi padre solía decir, fruto de una sabiduría popular admirable, que era necesario que unos mueran para que otros vivan. Y eso que mi padre no conocía el relato de Tim Bowley, en el que contaba cómo un joven, para salvar a su madre moribunda, reta a la muerte a meterse en una botella y, al hacerlo, logró atraparla, cerrándola. Desde entonces nada ni nadie moría. Pero tampoco nada se podía comer. Mas no sólo eso, sino que cada vez había más insectos, reptiles, arañas, ratas... Algo insoportable. La misma madre le pidió liberase a la muerte. Al hacerlo, ella murió de inmediato. Pero todo volvió a la normalidad. Muerte y vida, concluye el autor: la cara y la cruz de una misma moneda.

            Avanzamos, subimos, ascendemos, incluso estamos a punto de llegar a las estrellas y cogerlas con las manos... Avanzamos, pero no lo suficiente como para que las personas de este mundo alcancemos el suelo de la sensatez.