miércoles, 8 de agosto de 2012

EN DEFENSA DE LOS MONSTRUOS


La impresentable Rosa Regás, para defender lo indefendible: el asesinato de niños en el seno de la madre, llama, en un siniestro artículo publicado en el mundo.es, “monstruos” a todas aquellas criaturas que por ley se les permita nacer cuando la madre, por motivos de minusvalías o malformación, quiera abortar.

            El aborto, se ponga como se ponga la señora escritora, y por más que pretenda revestirlo de progresismo, es una indignidad y una atrocidad, y será en la Historia la vergüenza de nuestro tiempo presente, a no ser que todos los hombres y mujeres se vuelvan monstruos de verdad (como ya los hay) y camine hacia el reino de la no conciencia y la ceguera absoluta.

            Mis alumnos, en los años de la recién estrenada democracia, se llevaban las manos a la cabeza cuando leían que los espartanos arrojaban por el monte Taigeto a los niños que nacían con alguna anomalía o malformación. “¡Qué salvajes!” Era el más delicado de los adjetivos que empleaban. “¿Qué hubiera sido entonces de Alberto?”

            Alberto era un niño de la clase con alto grado de deficiencia. No sobresalía en las notas por materias, pero era sobresaliente y matrícula de honor en bondad, sencillez y cariño. Todos le queríamos. Ere verme subir por los escalones de la entrada del colegio y ya iba corriendo a abrazarme. Sus compañeros hubieran dado la vida por él. Cuando nació, su madre estuvo llorando varios meses. Hoy, ya viuda, Alberto es su consuelo, su amor y su vida. Y no deja de dar a todas horas por ello gracias a Dios.

            A Dios. Sí, señora Regás, a Dios. A ese Dios de los cristianos, de los católicos a los que siempre está usted despreciando, criticando y descalificando. Y ya me cansa. Ya me cansa el poner la otra mejilla. Mire, doña Rosa, estoy harto de que a los que tenemos fe y buscamos seguir el camino del evangelio, con nuestros errores, miserias y pecados, desde luego que sí, nos insulte y nos llame carcas y fascistas, cuando no retrógrados, como en su panfleto publicado. Y no me venda el cuento de que muchos católicos honestos están a favor del aborto. Los católicos honestos, si lo son, sólo pueden estar a favor de la vida, porque es la vida lo que amamos con locura, hasta tal punto que ansiamos vivir para siempre. Los católicos honestos lo que estamos es también hasta arriba de que se nos eche en cara los errores de la Iglesia en su pasado: las hogueras, la inquisición, las guerras santas..., los millones de crímenes en el nombre de Dios. De todo ello y más nos avergonzamos, y mucho, como nos avergonzamos de los millones de perseguidos, de encarcelados, de torturados, de muertos en nombre del ateismo, del marxismo, del comunismo, del nacional-socialismo, del independentismo, del islamismo... Con el agravante, además, de que la Iglesia, al menos, ha dejado de hacerlo. Los otros no. Y a las pruebas del mundo actual me remito. La historia es una enorme y brillante madeja manchada de sangre, sudor y lágrimas, y querer sacar un hilo sin tirar del otro, no es más que tergiversarla y manipularla. La Historia no nos debe servir para echarnos en cara lo que hicieron mal nuestros antepasados, de lo que no tenemos culpa, sino para aprender de ella y no volver a cometer los mismos errores.   

            Y un error es retroceder a Esparta e impedir que una niña como Julia, una hermosa niña con síndrome de Down, a la que he conocido en mi último curso como docente participando como actriz en el taller de teatro que yo dirigía, naciera.

            Julia no sabe pronunciar bien. Se le olvida no pocas veces el papel. Entra en escena cuando se le ocurre y sale de ella cuando lo considera. Pero Julia, cuando salía al escenario y el salón estaba completamente abarrotado de padres y alumnos, recibía el mayor de los aplausos... Y al terminar la representación, cuando todos los demás niños salían corriendo para jugar y divertirse, ella se acercaba a mí y me decía: “Profe, gracias”. Y me pedía que me agachara para darme un beso.

            Ni a Alberto ni a Julia, ni a otros muchos semejantes que se han cruzado en mi camino de la enseñanza y de la vida, según su atroz teoría de la muerte, señora Regás, los hubiera conocido y querido. Y sus padres hubieran dejado de tener la fortuna mayor de las existentes: la del amor, la del amor limpio, puro, maravilloso que sólo saben tener y dar estos niños benditos.

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